No importa cómo lleguen estas palabras hasta ti. No importa si las encontraste por accidente o si las buscaste sin confesarlo. No importa si las lees en silencio o con un ruido de fondo que intenta distraerte. Lo único relevante es que eres tú quien las recibe. Una sola conciencia. Una sola mente. No hablo para el público, ni para el pueblo, ni para la masa. Hablo para quien todavía conserva la capacidad —y la obligación— de pensar. La mayoría de los discursos que has oído en tu vida no fueron diseñados para que pienses, sino para que obedezcas. No fueron escritos para convencerte, sino para tranquilizarte. Están hechos para que sientas pertenencia y renuncies al juicio. Eso es lo que el poder necesita de ti. Eso es lo que siempre ha necesitado: tu silencio intelectual. Tu inercia moral. Tu incapacidad aprendida de dudar. Por eso te alimentan las mismas frases: “el pueblo primero”, “los pobres son buenos”, “la austeridad es virtud”, “la patria te necesita”. Cambian los act...
Hay un territorio que no cedo. No por orgullo, sino por supervivencia interior. Ese territorio es la mente: ese espacio donde una idea nace, tropieza, se depura y finalmente respira. Ninguna herramienta —por brillante, veloz o seductora que sea— tiene derecho a ocuparlo en mi lugar. La inteligencia artificial que uso cada día puede acompañar el camino, pero no puede caminar por mí. Si alguna vez lo permitiera, dejaría de ser la persona que soy. Comprendí tarde, pero a tiempo, que la tecnología es ambivalente: puede agrandarnos o empequeñecernos con la misma facilidad. Puede abrir puertas o cerrarlas. Y en medio de esa ambigüedad elegí un principio sencillo, casi ascético: la IA no hará nada que yo no esté dispuesto a cuestionar sin piedad, a examinar con calma y a reconstruir si algo no me convence. Ninguna de sus respuestas hablará por mí. Ninguna decisión quedará sin mi respiración encima. Pensar sigue siendo mi oficio, incluso cuando el mundo insiste en diluirlo. Mi postura no nace ...