Vulgaridad, Deseo y Poesía: La Forma del Sexo en la Música
Hay una crítica frecuente hacia ciertos géneros musicales contemporáneos —como el reggaetón o el trap— que los acusa de ser sexualmente vulgares. Pero esta objeción, aunque comprensible, no siempre apunta al verdadero problema. El sexo, por sí solo, no empobrece una obra artística; lo que la debilita es la falta de forma, de intención poética, de una estructura que le dé profundidad. La incomodidad que muchas veces sentimos ante estas canciones no proviene del erotismo en sí, sino de su banalización: del modo en que se presenta desprovisto de alma, de narrativa o de tensión estética. No es el deseo lo que molesta, sino su reducción a estímulo vacío.
La música y el erotismo han coexistido desde siempre, entrelazados en una danza tan antigua como el ritmo mismo. Desde los blues desgarradores de Bessie Smith, con sus metáforas ardientes apenas veladas, hasta las elaboradas construcciones poéticas de Leonard Cohen, donde el acto carnal se transforma en experiencia mística. El sexo nunca ha sido un visitante ocasional en la lírica musical, sino una presencia constante, palpitante, transformadora. Lo erótico habita en las caderas de Elvis tanto como en los susurros eléctricos de PJ Harvey, revelándonos que el deseo humano siempre ha buscado expresarse, aun cuando la moral imperante intentara silenciarlo.
Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre la expresión del deseo que construye significado y aquella que lo vacía. Cuando Joaquín Sabina escribe "nunca te mentí, salvo para hacerte feliz", nos sumerge en un universo complejo donde coexisten el cinismo y la ternura, la manipulación y el arrepentimiento. No busca absolución ni ofrece disculpas: expone la contradicción humana en toda su crudeza. Esta es la vulnerabilidad valiente del artista que se atreve a mostrar sus sombras, no para glorificarlas, sino para comprenderlas.
¿Qué ocurre entonces con aquellas composiciones que reducen el encuentro sexual a una mecánica desprovista de emoción? El problema no radica en que hablen de sexo, sino en que lo desnaturalizan, convirtiendo el acto más íntimo de comunicación humana en una transacción donde uno posee y otro es poseído. Cuando estas narrativas se presentan como himnos de liberación, surge una disonancia cognitiva que merece ser examinada. El ritmo pegadizo puede invitarnos al baile, pero no debería confundirse con un manifiesto.
Por fortuna, existen voces que logran entrelazar el deseo, la autonomía y la narrativa significativa. Cuando Miley Cyrus canta en "Flowers" sobre regalarse a sí misma las flores que su ex nunca le dio, transforma el desamor en un acto de afirmación personal. Cuando Rosalía advierte que "a ningún hombre" permitirá que dicte sus acciones, fusiona tradición musical y ruptura conceptual. Estas creaciones perduran porque trascienden lo inmediato: hay en ellas una intencionalidad, una arquitectura emocional que va más allá del estímulo pasajero.
El verdadero arte erótico no teme a la vulgaridad ni rehúye lo explícito; su valor reside en la capacidad para elevar estas experiencias hacia una dimensión donde lo corporal y lo espiritual se entrelazan. Las grandes canciones sobre sexo no son aquellas que lo describen con mayor crudeza, sino las que logran capturar su misterio, su poder transformador, su capacidad para conectarnos con algo más grande que nosotros mismos. Como en el buen amor, lo que perdura no es la técnica sino la memoria emocional que deja en nosotros.
No existe pecado en crear música para el momento, canciones que se bailan, se disfrutan y se olvidan. El error está en confundir lo efímero con lo trascendente, en elevar como bandera cultural lo que apenas alcanza a ser un estímulo pasajero. Porque lo que carece de profundidad no puede sostener una identidad, y lo que no provoca reflexión difícilmente conducirá a transformación alguna.
La intersección más poderosa entre música y erotismo ocurre precisamente cuando el artista logra que el oyente se sienta no solo excitado, sino conmovido; no solo entretenido, sino interpelado. Cuando la canción termina pero algo queda vibrando en nosotros, algo que no es solo ritmo sino también significado. Lo demás, como bien es señalado, es un playlist de fiesta. Pero esto, cuando alcanza su forma más elevada, es literatura hecha música, poesía transmutada en sonido, y un arte tan refinado, que podría sonrojar a un albañil.
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