Promesa sin profeta
No sé si fue el tiempo, el recuerdo o una grieta en mi cordura; hoy creí verte avanzar entre la gente. No eras tú—lo supe de inmediato—, pero el paso era el tuyo: ese metrónomo secreto que mi memoria aprendió sin proponérselo, como se aprende el rumor del mar sin haber estudiado jamás la marea. Bastó el vaivén de unos tobillos ajenos para que el mundo hiciera un alto ceremonioso, y en el intersticio de ese segundo regresaran cosas que nunca se fueron del todo. Han pasado trece años, que son poco y son siglos según quién los cuente. El pasado tiene ese talento de malabarista: si decide caminar a tu manera, cabe entero en un parpadeo. Lo que vuelve, sin embargo, no eres tú. Vuelve el murmullo de lo no dicho, la profecía sin profeta, el regreso que nadie prometió y que, aun así, una parte mía—la más terca, la más antigua—se empeña en esperar. Esperar: verbo discreto que a veces es una forma educada de la superstición. No afirmo entender qué llaman amor. Preguntaría, si me atreviese: ¿de...