Promesa sin profeta
No sé si fue el tiempo, el recuerdo o una grieta en mi cordura; hoy creí verte avanzar entre la gente. No eras tú—lo supe de inmediato—, pero el paso era el tuyo: ese metrónomo secreto que mi memoria aprendió sin proponérselo, como se aprende el rumor del mar sin haber estudiado jamás la marea. Bastó el vaivén de unos tobillos ajenos para que el mundo hiciera un alto ceremonioso, y en el intersticio de ese segundo regresaran cosas que nunca se fueron del todo.
Han pasado trece años, que son poco y son siglos según quién los cuente. El pasado tiene ese talento de malabarista: si decide caminar a tu manera, cabe entero en un parpadeo. Lo que vuelve, sin embargo, no eres tú. Vuelve el murmullo de lo no dicho, la profecía sin profeta, el regreso que nadie prometió y que, aun así, una parte mía—la más terca, la más antigua—se empeña en esperar. Esperar: verbo discreto que a veces es una forma educada de la superstición.
No afirmo entender qué llaman amor. Preguntaría, si me atreviese: ¿de qué color despierta cuando hiere? ¿a qué huele la ausencia cuando aprende buenos modales y se disfraza de ternura? Hay bordes que sólo se dejan tocar con silencio; el tuyo es de esos. Y, sin embargo, en cuanto aquella desconocida trazó tu cadencia sobre el pavimento, el aire recobró tu nombre con una fidelidad que no le conocía. Se filtró por mis grietas como agua tibia en cicatriz antigua: no mata; tampoco cura. Sólo sostiene.
Entre rostros intercambiables, una silueta prestada me robó un segundo de sol. Mi pecho—viejo conspirador—juró que la tarde olía a despedida; no a la tuya, que ya fue, sino a la de todas las veces en que la memoria ensaya pérdidas como quien repite una lección. Me pregunté entonces si no habría sido yo, únicamente yo, quien fabricó la escena por oficio y por reflejo—esa manía de convertir coincidencias en liturgias privadas—; o si no habrías sido tú, obedeciendo a esa ley de las mareas que manda aparecer y retirarse sin intención ni destino, sólo por el peso indiferente de una luna en lo alto.
No te busco. A estas alturas, sería una descortesía hacia lo real. Pero hay apariciones que no necesitan nombre ni permiso: bastan dos pasos con tu ritmo para que la escritura comience sola, para que el eco firme un déjà vu sin dueño, para que la vida disponga una liturgia mínima: mirar, recordar, asentir. He aprendido a convivir con esa liturgia sin convertirla en peregrinación. Custodio, si acaso, las ruinas de una esperanza que no me pertenece. No para restaurarla—soy pobre albañil de milagros—, sino para reconocer su traza cuando el polvo levante y me tiente la tentación de reconstruir templos que nunca existieron.
Queda claro: no hubo promesa tuya. Lo que persiste es la mía, hecha sin palabras y sin audiencia: la promesa íntima de interpretar como señal cualquier cosa que se te parezca. De allí nace la nostalgia sin objeto, el altar sin santo, la plegaria que no pide nada. Aun así, hay cierta paz en admitirlo: el corazón también debe su lealtad a los fantasmas que lo educaron.
Quizá sea el tiempo. Quizá el recuerdo. O quizá soy yo, que me conozco demasiado tarde y me excuso demasiado pronto. Me digo—porque me conviene y porque es verdad—que ya aprendí a dejarte ir. Y, sin embargo, acepto sin vergüenza este resto de fiebre: cuando una sombra pasa y camina como tú, la dejo cruzar íntegra por mí, sin aferrarme, sin negarla. La dejo ser puente, no morada. Y cuando termina el pequeño terremoto del instante, vuelvo a pisar el suelo con la discreta sabiduría de quien sabe que hay pérdidas que, en vez de cerrarse, se afinan.
Si alguna vez hay regreso, no será tuyo: será del mundo deteniéndose un momento para enseñarme, otra vez, tu manera de atravesar la tarde. Me basta con eso. Conservaré esa lección como se guarda un secreto que respira: no para herirme, no para invocarte, sino para reconocer, al fin, que hay músicas que sólo existen mientras alguien—quien sea—cruza el día con el paso exacto que una vez te perteneció. Y seguiré, entonces, con mi andar distinto, agradecido de haber escuchado, siquiera por un instante, el rumor preciso de tu ausencia.
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