Hay un territorio que no cedo. No por orgullo, sino por supervivencia interior. Ese territorio es la mente: ese espacio donde una idea nace, tropieza, se depura y finalmente respira. Ninguna herramienta —por brillante, veloz o seductora que sea— tiene derecho a ocuparlo en mi lugar. La inteligencia artificial que uso cada día puede acompañar el camino, pero no puede caminar por mí. Si alguna vez lo permitiera, dejaría de ser la persona que soy. Comprendí tarde, pero a tiempo, que la tecnología es ambivalente: puede agrandarnos o empequeñecernos con la misma facilidad. Puede abrir puertas o cerrarlas. Y en medio de esa ambigüedad elegí un principio sencillo, casi ascético: la IA no hará nada que yo no esté dispuesto a cuestionar sin piedad, a examinar con calma y a reconstruir si algo no me convence. Ninguna de sus respuestas hablará por mí. Ninguna decisión quedará sin mi respiración encima. Pensar sigue siendo mi oficio, incluso cuando el mundo insiste en diluirlo. Mi postura no nace ...