Hay un territorio que no cedo. No por orgullo, sino por supervivencia interior. Ese territorio es la mente: ese espacio donde una idea nace, tropieza, se depura y finalmente respira. Ninguna herramienta —por brillante, veloz o seductora que sea— tiene derecho a ocuparlo en mi lugar. La inteligencia artificial que uso cada día puede acompañar el camino, pero no puede caminar por mí. Si alguna vez lo permitiera, dejaría de ser la persona que soy.
Comprendí tarde, pero a tiempo, que la tecnología es ambivalente: puede agrandarnos o empequeñecernos con la misma facilidad. Puede abrir puertas o cerrarlas. Y en medio de esa ambigüedad elegí un principio sencillo, casi ascético: la IA no hará nada que yo no esté dispuesto a cuestionar sin piedad, a examinar con calma y a reconstruir si algo no me convence. Ninguna de sus respuestas hablará por mí. Ninguna decisión quedará sin mi respiración encima. Pensar sigue siendo mi oficio, incluso cuando el mundo insiste en diluirlo.
Mi postura no nace del recelo, sino de un respeto profundo por la mente humana, por esa fragilidad que también es fuerza. Esa vieja intuición objetivista —la razón como brújula, el propósito como dirección, la autoestima como derecho a existir sin inclinarse— sigue viva en mí, aunque no la adopte como dogma. La razón no es una forma de estar en el mundo sin perderse en él.
De esa raíz nace mi soberanía cognitiva. No es un lema; es una práctica. Pensar, verificar, validar. Dudar antes de asentir. Si un modelo propone, yo decido. Si sugiere, yo confronto. Si genera código, lo tomo con la misma seriedad con la que tomo el trabajo de cualquier colega: lo analizo, lo tenso, lo parto si hace falta. No delego la responsabilidad. No abdico del criterio.
Se repite con insistencia que la mente humana ya no alcanza, que es insuficiente frente al ritmo de las máquinas. No lo sé. Pero sí sé esto: quien renuncia a pensar se vuelve maleable, dócil, disponible. Acepta cualquier cosa con tal de no cargar con la responsabilidad de su propia vida. Yo no vine aquí a soltar esa responsabilidad; vine a sostenerla. Vine a preguntarme, a desconfiar, y a cuestionar.
La IA puede ayudarme a ver lo que mis sesgos ocultan. Puede ampliar el plano, mostrarme un ángulo ciego, revelarme un matiz que no alcancé a ver. Puede ser espejo, puede ser contrapunto. Pero no puede ser conciencia. No puede ser voz. No puede ser origen.
Mi pacto es simple y lo repito para no olvidarlo: usaré la IA mientras preserve la arquitectura de mi mente. Mientras me exija elevar el estándar y no acomodarme. Mientras me recuerde —aunque duela— que pensar es un acto moral y una forma de estar vivo. Mientras yo siga dispuesto a sostener mis decisiones sin esconderme detrás de un algoritmo.
Soy yo quien diseña mis procesos, quien audita mis decisiones, quien establece el marco en el que trabajo. Y la primera norma, la más íntima y la más firme, es esta: la IA será herramienta, espejo, apoyo… pero nunca sustituto. El día que deje que piense por mí, habré entregado el único terreno que no puedo recuperar.
Para quien quiera entender esta decisión, dejo aquí el juramento que acompaña mi manera de vivir y trabajar, el mismo que me obliga a no dormirme: “Juro por mi vida y por mi amor a ella que seguiré siendo dueño de mi criterio, incluso en un mundo que insiste en automatizarlo todo. La inteligencia artificial puede acompañarme. Pensar, en cambio, es asunto mío.”

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