Manifiesto de la Razón y la Libertad (Este mensaje es para ti)

 No importa el canal ni el ruido que lo envuelva. Puede llegarte como un archivo reenviado por mensajería, como el audio que suena en auriculares durante un viaje nocturno, como un extracto que se comparte en un directo o como el subtítulo que lees de prisa entre pestañeos. Incluso si lo escuchas distraído, en una pausa entre tareas, en la fila del supermercado o en la madrugada en que el mundo parece menor y más honesto, aquí estás: un oído, una mente, una atención que se posa sobre una frase. Eso cambia todo. Porque lo que sigue no es un eslogan dirigido a multitudes anónimas; es una proposición formulada para una sola conciencia presente: la tuya.

Te hablo a ti como persona y no como agregado. No busco el aplauso que amortigua la duda, ni el clamor que disimula la responsabilidad. Hay discursos que emiten calor y no luz: calman la ansiedad colectiva con consignas y te devuelven a casa con la mente intacta y la voluntad debilitada. Pero hay palabras que no buscan ovaciones: buscan corresponsables. Esas palabras demandan que te acerques y hagas algo con ellas: pensar, juzgar, decidir. No te pido asentir; te pido asumir. No te ofrezco consuelo; te ofrezco tarea.

Escuchar no es neutro. Llegar a estas líneas y seguir como si nada hubiera pasado equivale a retornar al cómodo anonimato del que todo poder se aprovecha. Sin embargo, la atención que prestas ahora mismo es ya un gesto de ruptura: significa que reconoces la posibilidad de que algo en tu vida pueda ser distinto, que no todo lo que te han dicho merece tu crédito. Esa pequeña fisura —un oído disponible, una mente que no está cerrada— es el único punto por donde penetra la libertad real. No tienes que convertirte en un hombre público ni en un intelectual para que esto importe; basta con que, en lo íntimo, no delegues tu capacidad de juicio.

Si estas palabras pesan, que lo hagan en singular. La historia cambia por decisiones concretas, no por volúmenes de ruido: por la persona que se niega a repetir lo recibido sin examinarlo; por quien corrige un error propio en voz alta; por quien admite que se equivocó y, en el acto de rectificar, deja de ser parte del problema. No subestimes el efecto de una sola conciencia que decide responsabilizarse. No sobrestimes el espectáculo de las multitudes: la multitud puede aplaudir una mentira, pero una conciencia crítica puede arrancarla del discurso público.

Este mensaje no te exime de la fatiga ni del miedo. Pensar exige esfuerzo y, a veces, el coraje de ser incómodo para otros y para uno mismo. Pensar exige renunciar al consuelo de la aceptación incondicional y a la seguridad del rebaño. Pero también exige la lucidez de saber que sólo en la órbita de nuestra propia razón se sostiene la dignidad. Aquí no hay atajos morales: hay trabajo, vigilancia y la pequeña, diaria disciplina de no permitir que otros hablen por ti.

Así que no lo leas como quemadura de egos ni como manifiesto de salvación. Léelo, si debes, como una convocatoria: la llamada —pacífica y exigente— a no delegar jamás el tribunal de tus propias razones. Si algo de lo que sigue tiene peso, no será porque movilice masas, sino porque tú, en singular, decides que tu pensamiento volverá a ser tu primer acto de libertad.

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