No importa cómo lleguen estas palabras hasta ti. No importa si las encontraste por accidente o si las buscaste sin confesarlo. No importa si las lees en silencio o con un ruido de fondo que intenta distraerte. Lo único relevante es que eres tú quien las recibe. Una sola conciencia. Una sola mente. No hablo para el público, ni para el pueblo, ni para la masa. Hablo para quien todavía conserva la capacidad —y la obligación— de pensar.
La mayoría de los discursos que has oído en tu vida no fueron diseñados para que pienses, sino para que obedezcas. No fueron escritos para convencerte, sino para tranquilizarte. Están hechos para que sientas pertenencia y renuncies al juicio. Eso es lo que el poder necesita de ti. Eso es lo que siempre ha necesitado: tu silencio intelectual. Tu inercia moral. Tu incapacidad aprendida de dudar.
Por eso te alimentan las mismas frases: “el pueblo primero”, “los pobres son buenos”, “la austeridad es virtud”, “la patria te necesita”. Cambian los actores, repiten el guion. Son consignas diseñadas para adormecer. Sustituyen el análisis por emoción, la responsabilidad por consuelo, la dignidad por obediencia. Funcionan no porque sean verdaderas, sino porque alivian la incomodidad de pensar.
Pero la razón no es cómoda. La razón exige que pongas cada palabra bajo sospecha, incluso las que te hacen sentir moralmente superior. Exige que desarmes las frases brillantes y preguntes qué ocultan. Exige que examines si la idea está hecha de verdad o de propaganda. Y cuando lo haces, el edificio se desmorona: las consignas son máscaras. Bajo ellas sólo queda el mecanismo más antiguo de dominación: el miedo disfrazado de virtud.
No te lo dirán abiertamente, pero lo que realmente buscan es esto: que renuncies a la autonomía de tu mente. Kant lo escribío con claridad: la mayoría prefiere vivir en minoría de edad voluntaria, dejando que otro decida qué es justo, qué es bueno, qué es correcto. Y ahí es donde empieza tu servidumbre real: cuando cedes la responsabilidad moral de pensar.
Las fronteras que te oprimen no son las de los mapas. Son las que operan en tu mente. Fronteras levantadas por discursos, por sectas políticas, por líderes que necesitan dividir para gobernar. El enemigo no es el que piensa distinto: el enemigo es quien te exige que no pienses. El enemigo es quien te dice que la crítica es traición. El enemigo es quien convierte el disenso en pecado. Y si cedes a esa lógica, ya no necesitas opresor: tú mismo haces el trabajo.
La unidad forzada es otro artificio. Cuando todos repiten lo mismo, no hay unidad: hay sometimiento. Un país que presume unanimidad no es fuerte: es dócil. La homogeneidad no es paz: es silencio impuesto. La república no requiere una sola voz; requiere millones de voces que pueden confrontarse sin destruirse.
El sacrificio obligatorio es la herramienta favorita del poder. Te exige renunciar, pero él no renuncia a nada. Te pide entregar tu voluntad, pero él conserva la suya intacta. El sacrificio impuesto no ennoblece: degrada. Lo único que lo vuelve tolerable es la mentira de que es por un bien superior. No lo es. El sacrificio sólo tiene valor cuando se ofrece libremente. Si te lo exigen, ya no es sacrificio: es sometimiento disfrazado de virtud.
Todo esto se repite en la historia con la misma frialdad: Alemania sacrificó su razón en nombre de la nación. La URSS sacrificó su libertad en nombre del pueblo. Venezuela sacrificó su dignidad en nombre del líder. México sigue sacrificando su pensamiento en nombre de consignas vacías. No cambian los métodos, sólo cambia el acento con que se pronuncian.
Piensa. No como consigna, sino como deber. No como acto romántico, sino como disciplina. Pensar es distinguir entre hecho y relato, entre evidencia y superstición, entre justicia y propaganda. Pensar es juzgar a los tuyos con la misma dureza con que juzgas a los otros. Pensar es rectificar sin pedir permiso. Pensar es ver el mundo con frialdad y actuar con integridad. No hay revolución más peligrosa que esa.
Si quieres libertad, empieza aquí: en tu forma de hablar, de trabajar, de enseñar, de participar. La libertad no se declara, se ejerce. La libertad no es un derecho que te conceden, es un derecho que mantienes incluso cuando te lo niegan. Un país no cambia por decreto: cambia porque suficientes individuos decidieron que su mente ya no es servidumbre de nadie.
Y ahora escucha con atención, porque esto no es un grito, ni un arrebato, ni una arenga. Es algo más frío y definitivo:
Juro por mi vida y por mi amor a ella
que no viviré para nadie más que para mí mismo,
ni permitiré que nadie viva para mí.
No es un juramento egoísta. Es un juramento responsable. La verdadera solidaridad sólo nace de la libertad. La verdadera humanidad sólo nace del juicio. La verdadera ética sólo nace del individuo que piensa por sí mismo.
Y hay una última pregunta, una contraseña que no describe a una persona sino a una actitud ante el mundo:
¿Quién es John Galt?
Es quien no se arrodilla ante la consigna.
Es quien no entrega su mente.
Es quien no busca permiso para pensar.
Es quien comprende que la razón es más peligrosa que cualquier arma.
Es quien sabe —como tú ya sabes— que la humanidad no son banderas: es conciencia.
Si decides ignorar esto, el mundo seguirá igual que antes.
Si decides asumirlo, aunque sea en silencio, algo fundamental habrá cambiado.
La razón no necesita multitudes. Sólo necesita a una persona que decida ser libre.
Y esa persona, ahora mismo, eres tú.

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